Era una tarde gris, donde las hojas caían rendidas bajo mis
pies y la tristeza del paraje mostraba ese color plomizo. Sentada en el banco
de aquel parque, el frío se apoderaba de mis huesos ya casi muertos por el
hambre; pero no me importaba, ya que el alma estaba desgastada por los
tropiezos de una vida sin impulso, sin valor para seguir adelante.
Todo era nada, ni el más breve recuerdo me hacía suspirar,
ni siquiera la sonrisa de aquel niño que había visto tiempo atrás jugando en la
calle. Me hermanaba a la soledad y a su silencio como acostumbraba hacerlo con mi
canción favorita, ésa que deja en tu juventud un hilo de risa en los labios.
Quise soñar tantas veces con sus manos, con el pelo
enroscado entre mis dedos y sus mejillas sobre las mías. De pronto, el
imperecedero sueño se borraba entre perdurables y cenicientas tristezas. La
vida no me había regalado una niñez maravillosa, ni una familia que me quisiera
tanto como yo a ellos, siempre fui huérfana de padre y madre incluso antes que
me abandonaran.
Ahora, después de un puñado de años de existencia, me rindo
ante el suceso que me ahoga. Quizás mañana cuando despierte, pueda descubrir
nuevas raíces donde agarrarme sin miedo.
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