Aquella estrella de túnica blanquecina
acaparaba toda la atención,
¡cuánto me hubiera gustado vivir de esa manera!
Delante de mí los
secretos acostumbraban a reírse
salpicando peldaños en vidas nauseabundas.
Quise disipar las agrias luciérnagas
al mismo tiempo que visitaban el recinto,
estrujarlas con dedos de cuervo
mas ella en su trono postulaba
sobre pasos perecederos,
a la par que inseguros.
Era conocida por sus menudencias
como fulana de
aquella acera.
Realmente las vísceras del alma
eran botellas de absenta
sobre parturientas
penas.
Ningún lenguaje percibía suplicios,
ni la navaja arqueada
a su metódico rito.
Desde entonces,
la sed es maestra en ondas ermitañas
cuando la piel ahonda,
desgarra y llora,
bajo el infierno de una humilde herencia.
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