Hoy he vuelto de nuevo allí, a la sala dormida, sin chispa
de alegría, donde las paredes grises entonan su himno. Todo estaba en el mismo
sitio, los sillones anaranjados y la tenue luz desolada por esas sonrisas a
medias, bajo cuerpos sin aliento.
Te busqué con la mirada, ansiosa por abrazarte, pero no te
encontré, ni a esos ojos perdidos mirando hacia la nada, ni a la diminuta
figura bajo el pantalón y jersey marrón, ese del mismo color que tus ojos.
Quise formular la pregunta, pero la garganta cerraba los sonidos sin apenas
poder articular palabra, mientras las lágrimas sin su armadura iban fluyendo en
mi interior atravesando cada parte de las vísceras, que sin remedio, desfilaban
como una procesión de semana santa.
Te fuiste una noche, la más estrellada del cielo, dejando
tus brazos abiertos y un beso lleno de gracias, aunque tus palabras se
amontonaban por la enfermedad que te golpeaba día tras día, en cada una de las
horas.
Ahora miro alrededor y observo el sillón vacío, aún queda la
manta a cuadros con la que tapaba tus pies, hoy abriga otros huesos delgados y
fríos.
Ha sido un día de esos, en que las penas muerden mi lengua y
gritan hacía cristales rotos.
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