En aquella casa donde las paredes de la habitación estaban
recubiertas de terciopelo azul, olía a rocío de la mañana, las ventanas se
habrían a las seis en punto.
Celia adoraba sentarse en el sillón que años atrás, le había
regalado su padre. Sus ojos contemplaban el amanecer devolviéndole el aire.
En ese preciso momento se paraba el tiempo del reloj, adorando
el silencio que se perfilaba bajo los primeros rayos de un sol temprano.
Su primer café humeaba al mismo tiempo que su pluma se
confesaba sobre un folio en blanco. Quería escribir ese instante en el que la
soledad le regalaba ese ápice de aliento.
Y ahí empezó todo. Un río de palabras brotaban mientras sus
dedos delgados, plenos de sentimientos, describían la burbuja en la que se
encontraba. Paz, que con el canto de un colibrí podría enmudecerla, amándola
sin tocar su cuerpo.
Celia tenía el cabello largo y rubio, sus ojos eran de un
color verde intenso y la boca una fina línea, el cuerpo delgado ya que había
heredado hasta los huesos de su difunta madre.
Todas las mañanas se vestía con sus pantalones vaqueros y
una camisa larga que hacía disimular su delgadez ya que pasaba horas sin probar
bocado.
La escritura y el silencio la acompañaban diariamente. Hacía
mucho tiempo desde aquel accidente que la había dejado sin su primogénito.
Cuántas lágrimas derramó; solo tenía seis años y su única
vida era él, ya que el padre la había abandonado.
Decidió cada día honrarle con sus letras, ya que creía que
de esa manera él permanecería allí sentado mirándola mientras le leía un cuento
inventado.
Pero de pronto volvía a la realidad, se borraba su imagen
pero ella sabía que él le devolvería el aire a las seis en punto.
Que bien escribes Silvia, lo mismo prosa que verso. Enhorabuena.
ResponderEliminarMi querida amiga gracias por tus palabras.
ResponderEliminarBesitos